La soledad marfileña
sube por torres babélicas
en que el sabio trenza versos
con perlas de varias lenguas
recogidas en las leguas
de caminos sudorosos.
Las joyas del pobrecito
hablador que nunca calla
son labrantío de argento,
cuyo valor disminuye
ante el resplandor dorado
que emana quietudes tántricas.
Desflorar el silencio significa
asumir un papel de varón recto,
derramado en caricias y palabras,
regente de intercambio entre dos mundos,
rasgador penetrante de blancura
amorosa, turgente, lisa, incógnita.
La cumbre vertiginosa
abisma a quien la contempla
desde otra nube más alta,
persiguiendo en perspectiva
acertar en diana plena
dentro del pozo más negro,
dentro del rojo más vivo,
instalados a kilómetros;
Las noches sin gemidos
crían llanto y desencanto,
las noches sin vocablos
dan espanto.
La lucha compulsiva
con los moldes y la tinta
exige dedicación
de exclusivo sacrificio.
El arpón del cazador
pretende aguijonear,
con espuelas de carbón,
los vacíos del sonido,
recobrar a hurtadillas
presas de aniquilamiento.
Desde la torre sin cima
se afana el escultor
por guarnecer con satén
un espíritu aspérrimo
tan henchido de vacío,
lleno de puro sentido.
Un chispazo costurero
justifica todo empeño
de querer decir sin voz,
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